Cuando me dijeron que para visitar Abu Simbel había que levantarse a las 2:30 de la mañana pensé: “¿en serio?”. Con los ojos medio pegados, salimos del barco con una bolsita de desayuno (que ya te adelanto que no pasará a la historia) y nos subimos al bus rumbo a una de las visitas más esperadas del viaje por Egipto.
El trayecto es largo, oscuro y, si tienes suerte, puedes echar una cabezadita… aunque yo me pasé las casi tres horas de ida mirando por la ventana, medio dormida, medio emocionada. El amanecer nos recibió justo al llegar, con esa luz mágica que hace que todo parezca más impresionante. Y sí, la primera imagen del templo con los rayos del sol asomando por detrás es de esas que no se te olvidan.
¿El problema? Que el convoy de autobuses es inmenso, y todos llegamos a la vez. Así que olvídate de fotos sin gente, pero créeme: aunque esté hasta arriba, Abu Simbel impone. Las fotos no le hacen justicia. Es de esos sitios que hay que ver al menos una vez en la vida, aunque eso implique madrugar a horas indecentes.
En este post te cuento cómo es la excursión, qué esperar del trayecto, si de verdad merece la pena, y algunos consejos para que la experiencia no te pille por sorpresa.
¿Qué es Abu Simbel y por qué es tan famoso?

Si hay un lugar en Egipto que parece sacado de una película (y que de hecho lo ha estado), ese es Abu Simbel. Dos templos gigantes esculpidos en la roca del desierto, rodeados por un paisaje seco y rojizo que lo hace aún más impresionante. Y no es para menos, porque no hablamos de un sitio cualquiera, sino de una de las joyas más espectaculares del Antiguo Egipto.
El complejo fue construido en el siglo XIII a.C., bajo el reinado de Ramsés II, uno de los faraones más conocidos y egocéntricos de la historia (porque sí, este señor tenía un ego del tamaño de sus estatuas). El templo principal está dedicado a los dioses Amón, Ra-Horajti y Ptah… pero sobre todo, a él mismo. Y es que nada más llegar te reciben cuatro estatuas colosales de 20 metros de alto, todas representándolo a él. Así, por si había dudas de quién mandaba allí.
El segundo templo, más pequeño pero igualmente impresionante, está dedicado a su gran esposa real, Nefertari. Y eso ya es decir mucho, porque no era común que las mujeres recibieran este tipo de homenajes. Ramsés se lo curró, la verdad.
Pero lo que hace a Abu Simbel aún más fascinante no es solo su tamaño o sus esculturas, sino un fenómeno astronómico que ocurre dos veces al año: el sol entra en el templo principal e ilumina las estatuas del fondo, excepto la de Ptah, el dios de la oscuridad. Esto pasa el 22 de febrero y el 22 de octubre, fechas que coinciden (casualmente o no) con el cumpleaños y la coronación de Ramsés. Imposible no admirar la precisión con la que lo construyeron hace más de 3.000 años.
Y si esto no te parece suficientemente épico, espera, que hay más.
En los años 60, cuando se construyó la presa de Asuán, el templo corría peligro de quedar bajo el agua por la creación del lago Nasser. ¿La solución? Una operación de rescate sin precedentes: desmontaron los templos bloque a bloque (más de mil), los numeraron y los trasladaron 65 metros más arriba y 200 metros más atrás. Un puzle gigante de piedra en mitad del desierto que tardaron cuatro años en reconstruir. Y todo esto con tecnología de hace más de 60 años. Impresionante, ¿verdad?
Hoy, gracias a esa hazaña, podemos seguir disfrutando de uno de los templos más espectaculares y fotogénicos de todo Egipto. Eso sí, no esperes encontrarlo vacío, porque es uno de los lugares más visitados del país… pero ya te contaré sobre eso más adelante.
¿Cómo es la excursión a Abu Simbel desde el crucero?
El día que visitamos Abu Simbel empezó antes de que saliera el sol… ¡literalmente! Sobre las 2:30 de la madrugada nos despertamos (con muy pocas ganas, para qué mentir) y recogimos la bolsa con el “desayuno” que nos había preparado el barco. Digo “desayuno” entre comillas porque fue bastante decepcionante: unos bocadillos con queso y un embutido extraño, pan seco, un zumo y una manzana. Nada que ver con el buffet del barco, la verdad.
Nos subimos al autobús y pusimos rumbo al punto de salida del convoy de autobuses que viaja hasta Abu Simbel. Este trayecto se hace siempre de noche, tanto por seguridad como para evitar las horas de más calor. Lo bueno es que la mayoría aprovecha para dormir un poco más… aunque yo, que soy de las que no puede pegar ojo en los viajes, fui todo el camino despierta.
Durante el trayecto, nuestro guía nos fue contando la historia de los templos, poniendo en contexto lo que íbamos a ver. ¡Y menos mal! Porque eso hace que lo vivas con muchos más ojos (y emoción).
Justo cuando llegábamos, empezó a amanecer. Y ese fue uno de los momentos más mágicos del viaje. Ver cómo el cielo va cogiendo color y las estatuas gigantes empiezan a recortarse sobre la luz es algo que no se olvida fácilmente. Eso sí, no esperes tener el templo para ti sola: el convoy llega todo al mismo tiempo, así que te encontrarás con una buena cantidad de gente por todas partes. Es lo que hay.
Aun así, nada empaña la impresión que causa. El templo es enorme, imponente, hipnótico. Las fotos no le hacen justicia. Primero estuvimos fuera, donde el guía nos hizo una explicación general, y después nos dejó un rato libre para explorarlo por dentro a nuestro ritmo.
El interior también impresiona. Aunque te va a ser imposible hacer fotos sin gente, te aseguro que te lo llevas grabado en la retina: salas llenas de relieves, columnas enormes y ese aire de misterio que solo se respira en lugares tan antiguos.
Ahora bien, la salida del templo tiene su punto menos agradable. Para volver al autobús hay que atravesar un pasillo interminable de tiendas con vendedores que te abordan sin parar. La frase estrella es “mira, no agobio”… spoiler: sí que agobian. Fue uno de los sitios donde más largo se me hizo llegar al bus, especialmente por el calor y por la insistencia de los vendedores. Así que paciencia, paso firme, y si no quieres comprar nada, di un “no, gracias” con una sonrisa y sigue caminando sin parar.
Sobre las 9:00 de la mañana emprendimos la vuelta al barco. Esta vez ya más relajados, con el sol en todo lo alto y unas vistas desérticas que, aunque un poco repetitivas, tenían su encanto. El trayecto se hace largo, pero después de lo que acabas de ver, merece muchísimo la pena.
La visita al templo: lo que más impresiona

El exterior monumental
Lo primero que ves al llegar es el Gran Templo de Ramsés II, y te juro que se te queda la boca abierta. Cuatro estatuas gigantes del faraón, de más de 20 metros de altura, talladas directamente en la roca. Es imposible no sentirse pequeñita frente a semejante fachada. Es uno de esos lugares que has visto en fotos mil veces, pero cuando lo tienes delante… impone. Mucho.
Un dato curioso: una de las estatuas está dañada, sin cabeza ni parte del torso. No fue por el paso del tiempo, sino por un terremoto que ocurrió poco después de su construcción. Lo dejaron tal cual, como símbolo de que hasta lo más poderoso puede romperse.
Y aunque te parezca increíble, todo esto fue movido piedra a piedra en los años 60 para salvarlo de quedar sumergido por el lago Nasser, tras la construcción de la presa de Asuán. La UNESCO organizó un proyecto internacional para desmontarlo y recolocarlo 65 metros más arriba, ¡con una precisión milimétrica para que el sol siguiera iluminando el interior en las mismas fechas clave!
El interior y sus misterios

Dentro, el templo sigue sorprendiendo. Nada más entrar, te encuentras con una sala hipóstila con ocho enormes estatuas de Ramsés representado como Osiris, alineadas en dos filas, que te hacen sentir como si estuvieras en un videojuego de aventuras egipcias.
Las paredes están cubiertas de relieves que narran las hazañas del faraón, sobre todo la famosa Batalla de Qadesh. Ver cómo se representan escenas de guerra, ofrendas a los dioses y rituales es alucinante. Cada rincón está lleno de detalles.
Pero lo más espectacular está al fondo: el santuario, donde hay cuatro figuras sentadas (Ptah, Amón, Ramsés y Ra-Horajti) que como te adelantaba antes reciben la luz del sol solo dos veces al año: el 22 de febrero y el 22 de octubre. ¡Un fenómeno milimétricamente calculado por los antiguos egipcios para marcar el nacimiento y la coronación del faraón! (Tras el traslado, el fenómeno ocurre con un día de diferencia, pero sigue siendo una maravilla).
El templo de Nefertari: menos conocido, pero precioso

Justo al lado del gran templo hay otro que muchas veces pasa desapercibido, pero que para mí es una joyita: el Templo de Nefertari, dedicado a la gran esposa de Ramsés II y a la diosa Hathor.
En la fachada hay seis estatuas (cuatro de Ramsés y dos de Nefertari), pero lo impresionante es que están prácticamente del mismo tamaño. Esto era muy poco común en el arte egipcio, donde el faraón siempre era representado mucho más grande. Este detalle muestra el enorme respeto y amor que Ramsés sentía por ella, y por eso este templo es tan especial.
El interior es más pequeño, pero muy delicado y cuidado, con relieves en tonos ocres, rojizos y azulados, y escenas de Nefertari haciendo ofrendas a los dioses. Si te gusta fijarte en los detalles, este templo te va a encantar.
¿Merece la pena la paliza? Mi opinión sincera
Te voy a ser totalmente sincera: sí, merece muchísimo la pena. Es verdad que te toca madrugar, que el desayuno es infame, que el bus no es lo más cómodo del mundo y que al llegar te encuentras con una marea humana sacando fotos a lo loco. Pero, a pesar de todo eso, Abu Simbel es uno de los lugares más impresionantes que he visto nunca.
Esa primera imagen del templo al amanecer, con el cielo tiñéndose de tonos rosados y las estatuas emergiendo de la roca… es un momento que se te queda grabado. El templo por dentro es una auténtica maravilla, y el de Nefertari es una joyita que no todo el mundo valora. Así que sí: es una paliza, pero es de esas que se recuerdan con una sonrisa.
Consejos útiles para disfrutar Abu Simbel sin sufrir (demasiado)
Qué llevar sí o sí
- Botella de agua (y si es fría, mejor). El calor aprieta pronto y se agradece muchísimo.
- Protección solar a tope: crema, gafas de sol, gorra o sombrero.
- Toallitas húmedas o pañuelos por si necesitas limpiarte tras el picnic (que ya te digo yo que no es ninguna delicia).
- Algo de picar por si no te fías del desayuno. Unas galletas, frutos secos o una barrita pueden salvarte.
- Ropa cómoda y fresca, pero que te cubra un poco para protegerte del sol. Lo ideal son pantalones anchos o vestidos largos de tela ligera.
- Zapatillas cómodas, porque aunque no se camina mucho, hace calor y hay arena.
Tema baños (muy importante)
Haz pis antes de salir del barco. En serio. En el camino no paran. Y una vez en Abu Simbel, hay unos baños al lado del parking en los que siempre hay cola y otros dentro portátiles que no son muy recomendables por lo sucios que están. Así que mejor prevenir.
Ojo con lo que comes y bebes
Justo este trayecto es el que más me preocupaba si se me soltaba la barriga, así que tuve especial cuidado de cara a este día, ya que son 3 horas y pico de viaje de ida y otras tantas de vuelta sin un baño para una emergencia, así que si a ti también te preocupa, te insisto y aconsejo que no bebas agua del grifo bajo ningún concepto, ni tomes frutas o ensaladas que puedan haberse lavado con esa agua. La famosa “diarrea del viajero” no es mito.
Y si sueles marearte en el bus, mejor no desayunes mucho antes de salir y tira de biodramina.
Y, sobre todo…
Disfruta. Aunque estés medio zombie del madrugón, no pierdas de vista dónde estás ni lo increíble que es poder ver algo así con tus propios ojos. Abu Simbel es de esos sitios que justifican cualquier esfuerzo.
Una experiencia que recordarás siempre
Visitar Abu Simbel es una de esas cosas que, aunque al principio pienses “¿de verdad merece la pena pegarse este madrugón?”, al final dices “menos mal que lo hice”.
Sí, es cansado. Sí, el picnic da penita. Y sí, el calor y la cantidad de gente pueden agobiar un poco. Pero cuando estás delante de esos colosos esculpidos hace más de 3.000 años, cuando ves amanecer sobre el desierto y paseas por el interior de un templo que fue trasladado piedra a piedra para no quedar sumergido… todo eso se te olvida. Solo te queda la emoción, la admiración y la sensación de estar viviendo algo único.
Si estás dudando, mi consejo es claro: hazlo. Ve preparada, con expectativas realistas y la mente abierta. Porque Abu Simbel no solo es un lugar histórico, es una experiencia que se vive con los cinco sentidos… y que se queda contigo para siempre.